Un hermoso día de verano, un noble samurai, reconocible por su moño de guerrero, sus manguitos metálicos, su coraza de cuatro faldones y los dos sables tradicionales, penetra con paso firme y tranquilo en una modesta venta. Estamos en el siglo XIV, en un pueblo de la gran isla de Honshu. Una nube de insectos zumba en el aire caliente.
El noble samurai se sienta, pide un plato de arroz. Deshace la parte alta de su coraza y se descarga con precaución y respeto de sus dos sables.
Es el único viajero.
Come con gesto armonioso y preciso, llevándose los palillos a la boca. En ese momento se oye un ruidoso griterío. Tres ronins, guerreros vagabundos, sin señor (Daymio), más parecidos, a decir verdad, a salteadores de caminos que a auténticos samuráis, irrumpen en la sala. Llaman con grosería al posadero, reclaman sake y se sientan atropellándose.
Sus espadas brillan. De pronto, uno de ellos se fija en el samurai silencioso, con la nariz en la escudilla y los dos sables magníficos a su lado. Avisa a sus compañeros. Los ronins se intercambian una mirada y se consultan en voz baja. El samurai está solo, confiado.
El posadero, que no es un guerrero, no cuenta. Son tres. Ponen las manos en la guarnición de sus espadas, dispuestos a saltar.
En ese momento el noble samurai levanta negligentemente el palillo, que sostiene en la mano derecha, y con un gesto cortante y limpio, vivo como un relámpago: «¡Clac, clac, clac!», abate tres moscas que zumbaban en sus oídos; y de nuevo se pone a comer tranquilamente, sin levantar la nariz del plato.
Los tres ronins dejan tres monedas de cobre en la mesa y se marchan de la venta en silencio.
Los tres ronins dejan tres monedas de cobre en la mesa y se marchan de la venta en silencio.
Cuando un adepto del zen, un sabio, se ha liberado del deseo, de la vanidad y del miedo, cuando su «yo» se ha anulado, cuando se ha abierto al infinito del Atma que hay en su interior, entonces puede vencer sin sable, sin espada, sin combate.
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