Una vez que Cagliostro comenzó su acercamiento con la familia real francesa, el drama se convierte en tragedia.
Aquel cardenal príncipe de Rohan, hermano del de Soubise, tan milagrosamente curado por el mago moderno, se quejaba amargamente del desvío que la reina le mostraba y cometió la insigne imprudencia de confiar sus dudas a la condesa de La Motte, hermosa aventurera sin conciencia, que se propuso explotar aquella confidencia incomprensible en un hombre dotado de un orgullo tan monumental como el de Su Eminencia.
Pasaba esto en 1786, el año del hambre. La reina, deseosa de secundar los deseos de su esposo en favor de sus infelices súbditos, había resuelto hacer economías, empezando por privarse de adquirir diamantes, que era su mayor gusto. Boehmer, joyero de la Casa Real, que no sabia cómo deshacerse de las grandes adquisiciones que había hecho antes de tomar esta resolución María Antonieta, reunió sus mejores diamantes en un collar evaluado en un millón seiscientos mil francos y lo hizo presentar al rey, el cual lo envió a su vez a la reina. Esta lo rehusó, a pesar de todas las súplicas y lamentaciones del joyero.
Aquí entra en escena la condesa de La Motte. Esta mujer perversa y atrevida, en cuanto supo lo que acababa de ocurrir, fue a encontrar al cardenal; le dijo que la reina codiciaba el collar y que sólo había renunciado a adquirirlo por falta de fondos, o mejor, de un fiador que avalase su compromiso. Esto proporcionaba al cardenal una excelente ocasión para congraciarse con la reina y el desgraciado cayó en la celada.
Un falsario de la cuadrilla de La Motte escribió una esquela en la cual María Antonieta aceptaba el ofrecimiento de Su Eminencia y luego vestido con la librea real recibió el collar fingiendo llevarlo a su soberana. Tras esto el conde y su cómplice huyeron a Londres con los diamantes.
Pero entretanto la reina no lucía el collar, como le habían prometido al príncipe, ni dejaba de tratarle con su habitual desvío. El cardenal se impacientaba; la condesa, no sabiendo ya cómo entretenerle hizo falsificar otros billetes, le dijo que la reina no tenia los trescientos mil francos que debía entregar a vencimiento del primer pagaré y le proporcionó la ayuda de un opulento inglés, M. de Saint-James que consintió en prestarlos ante la perspectiva de una alta distinción que esperaba obtener con el influjo de Su Eminencia.
Todo esto no era nada todavía en comparación de la audacia que tuvieron aquellos aventureros de hacer creer al cardenal que la reina le había otorgado una cita nocturna en el parque del Trianon, disfrazando con un traje igual al que usaba María Antonieta a una joven que se le parecía maravillosamente. La entrevista duró poquísimos minutos; pero el cardenal se tuvo por el más feliz de los mortales.
Desgraciadamente el capitalista inglés no entregó el dinero al vencer el primer pagaré; Boehmer, apurado, tuvo que acudir a la reina exponiéndole su comprometida situación y se descubrió todo el enredo. La indignación de María Antonieta fue tan grande que, sin considerar el terrible escándalo que iba a causar, acudió a su real consorte pidiendo que se castigase ejemplarmente a los autores de tan tremendo crimen.
El rey lo prometió y supo cumplir su palabra. El cardenal, el falsario Villette y la condesa de La Motte fueron presos. El conde tuvo la suerte de poder escapar a Inglaterra.
Cagliostro fue encerrado también en la Bastilla por haber dado al cardenal un oráculo que debía alentarle en su loca empresa. Sin embargo, el célebre mago fue absuelto, lo mismo que el cardenal a quien trató el Parlamento con todo el respeto debido a su linaje y categoría. Solo fueron condenados La Motte, por contumaz, a cadena perpetua y su mujer a la pena de azotes, a la de ser marcada con un hierro candente y por último a reclusión perpetua.
Cagliostro fue llevado en triunfo por una multitud entusiasta que no cesaba de vitorearle. Al día siguiente recibió una orden del rey para que saliese de la capital dentro del término de 24 horas; se retiró tres semanas en Passy, dedicándose a la reorganización de la masonería, sobre todo entre los señores de la aristocracia y luego partió para Inglaterra. En el momento de su embarque en Boulogne estuvieron a despedirle más de cinco mil personas, vitoreándole con entusiasmo, imponente manifestación en la cual debieron entrar por mucho las logias.
Es notabilísima la fe que este hombre extraordinario sabia inspirar a sus sectarios. Entre las cartas que figuran en el proceso que le formó la inquisición romana, hay una en la cual los masones de Lion le escriben que lo han visto aparecer en su logia entre los profetas Elias y Henoch.
En Londres escribió a 20 de junio de 1786 su famosa Carta al pueblo francés, traducida rápidamente a todos los idiomas europeos y en la cual atacaba a la corte y al gabinete de Versalles, al Parlamento de Francia y la realeza con una virulencia y un encono que desdecían su benigno carácter, mostrando en toda su desnudez al revolucionario intransigente.
Se ha comentado mucho un pasaje profético de esta diatriba, en el cual después de vaticinar claramente la revolución francesa decía:
La «Bastilla será destruida hasta sus cimientos y el terreno en el cual se halla edificada se convertirá en paseo público.»
El célebre abate Gregoire que más tarde en la Convención hizo restituir los derechos civiles y políticos a los judíos y decretar la abolición de la esclavitud; Barére, el orador florido apellidado el Anacreonte de la guillotina, presidente de la Convención y miembro del Comité de salud pública que hizo decretar que el terror estaba a la orden del día y otros famosos jacobinos, habían pertenecido a la logia fundada en Paris por Cagliostro.
Todos estos datos son preciosos para el que se proponga averiguar el verdadero carácter histórico de este tipo extraordinario. Algo y aún mucho debió preocupar este problema a las autoridades de su época.
Al ser interrogado en la célebre causa del collar de la reina, hizo alarde ostentoso de su prodigalidad y boato, de sus larguezas y su correcta e irreprochable posición económica y el presidente del tribunal le replicó:
—Nadie duda de la realidad de vuestra fortuna; lo que nos parece misterioso es su origen.
Este arcano lo han explicado muchos diciendo que Cagliostro era un gran personaje en la masonería y que esta le facilitaba los grandes medios que necesitaba para el logro de sus trascendentales designios políticos, disfrazados y sabiamente secundados por los fantásticos procedimientos que le granjeaban el apoyo de los grandes y el fanático entusiasmo de los humildes.
Que Cagliostro representó un gran papel en los trabajos preliminares de los grandes revolucionarios del siglo pasado, lo tenemos por indudable.
Difícil sería explicar la temeridad con que se empeñó en abandonar el libre y hospitalario suelo de Inglaterra para ir a hacer una propaganda masónica en Roma, que era como meterse voluntariamente en la ratonera.
Clemente XII había dictado en 14 de enero de 1739 una bula que prohibía bajo pena de muerte, sin esperanza alguna de perdón, hacerse afiliar o asistir a las asambleas de los francmasones y a los que indujesen a los demás a entrar en esas sociedades, imponiendo la obligación de revelar los nombres de sus miembros.
Benito XIV confirmó y amplió esta bula en cuya virtud y por obra de un espía fue condenado Cagliostro, aunque por gracia especial, el romano pontífice conmutó su pena en la de reclusión perpetua en el castillo de San Angelo.
Pocos años después llegaron los ejércitos de la república francesa ante los muros de la antigua mole Adriana; pero Cagliostro ya había muerto. ¿Cómo? Es el secreto de la inquisición.
Nos falta hablar de los prodigiosos hechos realizados por este personaje singular, que tan traído y llevado ha sido en dramas y novelas por los escritores de nuestro siglo, que dicen:
«Cagliostro reúne casi todas las variedades de prodigios y hechos maravillosos que encontramos dispersos en la vida de los taumaturgos antiguos y modernos. Después del charlatán ante el cual se eclipsan todos los que solo han tenido este título para brillar entre sus contemporáneos; después del gran artista en fantasmagoría y en prestigios, hallamos al filósofo hermético cuya habilidad igualó, según dicen, la de Filaleto, Cosmopolita y Lascaris y al empírico paracelsista que aplica, generalmente con buena fortuna, ciertas preparaciones médicas de poderosísimo efecto y sobre todo al hombre de enérgica voluntad, al gran magnetizador que si bien no habla de ningún fluido, ni proclama nunca su arte, tampoco lo disfraza con ningún aparato, contentándose con producir unos resultados que tanto más nos obligan a admirarnos cuanto que desconocemos por completo la causa que los produjo.
Insistimos en este punto porque, a nuestro sentir, ahí es donde se manifiesta la verdadera potencia de Cagliostro. Merced a un procedimiento tan sencillo que nadie lo advierte, realiza todas las aplicaciones del magnetismo conocidas en su tiempo y algunas otras cuyo descubrimiento reivindican hoy los espiritistas de los Estados Unidos. Cura los enfermos con la imposición de las manos, como un apóstol simplemente tocándolos como el exorcista Gassner.
Por medio de una sugestión puramente mental, sabe comunicar una idea, un deseo, una orden y procurar una visión tan bien o mejor que Puysegur a sus sonámbulos magnéticos, con la notable diferencia de que opera sobre sujetos despiertos o que creen estarlo. También puede delegar a las personas que se pongan en relación con él o a las cuales le acomode rodear de su espíritu el poder de mandar por él y de producir los mismos fenómenos de sugestión por la virtud de la plegaria o por un simple movimiento de su voluntad.»
Estos son los hechos recopilados de la época sobre Cagliostro.
A vuestra opinión queda decidir si los hechos referidos pueden ser atribuidos a una persona sin poderes, a un estafador o a uno de los más grandes magos de la Historia.
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