Mucho se ha discutido desde la antigüedad acerca de las creencias y las prácticas del Paganismo, que se han conservado más o menos modificadas en la religión cristiana.
Por ahora no debemos tratar este asunto y por lo tanto nos ceñiremos a recordar un principio admitido por todos los historiadores de las religiones antiguas, a saber, que por regla general, las deidades de toda religión caída se convierten en genios maléficos en la vencedora.
Caldeos, egipcios, griegos y romanos habían descrito y pintado en poemas, frescos, jarros y sarcófagos los horrores de las regiones infernales, ponderando a más y mejor el poder de las sombrías deidades que las pueblan y de ahí los conjuros y las evocaciones de la magia negra y el vaticinar de los adivinos y el calcular de los astrólogos y los indecibles terrores que han inspirado en todos tiempos los brujos y todas las personas tildadas de cultivar las condenadas artes de la hechicería.
El culto de Hécate, el de los Manes y demás potestades del mundo inferior subsistía en tanto sobre las ruinas de los templos paganos, cuando las amables deidades del cielo y de la tierra, del mar y del aire habían caído de sus pedestales al soplo de la crítica filosófica y heridas por los rayos del Dios de los hebreos.
En vano la Iglesia fulminaba anatema sobre anatema, excomulgando y condenando al fuego eterno a los impíos adoradores de ídolos y dioses; en vano el brazo secular, apoyando con toda la fuerza del poder social las prescripciones de los cánones conciliares, penaba a los transgresores con horribles suplicios: la superstición, más poderosa que todas las instituciones humanas, seguía practicando los ritos del politeísmo con inquebrantable constancia.
Y no era de extrañar que así fuese. La nimia curiosidad de la gente del pueblo, la sabiduría popular, la desapoderada ambición de los hombres poco ilustrados, la sed de venganza de los unos, la codicia de los otros, los fanáticos terrores de muchos y el charlatanismo interesado de no pocos, eran elementos más que bastantes para que subsistiesen y prosperasen las ciencias ocultas en todo su poderío y lo que se consideraban las artes diabólicas, con todo su cortejo, embelesos y prestigios, a pesar de todas las condenaciones de la Iglesia robustecidas por la terrible sanción de los públicos poderes. Siempre ha existido en la historia la llamada caza de brujas llevada a cabo por mentes intolerantes que nunca han respetado la libertad de creencias.
Se practicaba el auspicio como en los buenos tiempos del Paganismo y se decía que el diablo se aparecía en las encrucijadas porque tal era la costumbre de Hécate en aquellos siglos y que tomaba con frecuencia la forma de un perro porque este animal había sido siempre el inseparable compañero de la diosa; se creía en los aparecidos como los antiguos habían creído en las larvas, se atribuía a los brujos y a los adivinos todos los poderes que los paganos habían reconocido a los magos y a las pitonisas, etc. Nunca se hablaba de la sabiduría que encerraban esas mujeres, mal llamadas brujas, que conocían las hierbas, el arte de la sanación, que eran las mejores parteras y grandes conocedoras de la sabiduría de sus ancestros.
El culto de Hécate, el de los Manes y demás potestades del mundo inferior subsistía en tanto sobre las ruinas de los templos paganos, cuando las amables deidades del cielo y de la tierra, del mar y del aire habían caído de sus pedestales al soplo de la crítica filosófica y heridas por los rayos del Dios de los hebreos.
En vano la Iglesia fulminaba anatema sobre anatema, excomulgando y condenando al fuego eterno a los impíos adoradores de ídolos y dioses; en vano el brazo secular, apoyando con toda la fuerza del poder social las prescripciones de los cánones conciliares, penaba a los transgresores con horribles suplicios: la superstición, más poderosa que todas las instituciones humanas, seguía practicando los ritos del politeísmo con inquebrantable constancia.
Y no era de extrañar que así fuese. La nimia curiosidad de la gente del pueblo, la sabiduría popular, la desapoderada ambición de los hombres poco ilustrados, la sed de venganza de los unos, la codicia de los otros, los fanáticos terrores de muchos y el charlatanismo interesado de no pocos, eran elementos más que bastantes para que subsistiesen y prosperasen las ciencias ocultas en todo su poderío y lo que se consideraban las artes diabólicas, con todo su cortejo, embelesos y prestigios, a pesar de todas las condenaciones de la Iglesia robustecidas por la terrible sanción de los públicos poderes. Siempre ha existido en la historia la llamada caza de brujas llevada a cabo por mentes intolerantes que nunca han respetado la libertad de creencias.
Se practicaba el auspicio como en los buenos tiempos del Paganismo y se decía que el diablo se aparecía en las encrucijadas porque tal era la costumbre de Hécate en aquellos siglos y que tomaba con frecuencia la forma de un perro porque este animal había sido siempre el inseparable compañero de la diosa; se creía en los aparecidos como los antiguos habían creído en las larvas, se atribuía a los brujos y a los adivinos todos los poderes que los paganos habían reconocido a los magos y a las pitonisas, etc. Nunca se hablaba de la sabiduría que encerraban esas mujeres, mal llamadas brujas, que conocían las hierbas, el arte de la sanación, que eran las mejores parteras y grandes conocedoras de la sabiduría de sus ancestros.
No hay más que leer las Capitulares de Cario Magno y los cánones conciliares de la Edad Media para convencerse de que el Paganismo, proscrito por las leyes civiles y eclesiásticas, había hallado un refugio en el vulgo, subsistiendo vivaz y próspero en sus prácticas pesar de todos los rigores y anatemas que contra él incesantemente se fulminaban. La Iglesia, cada vez más próspera y poderosa intentaba cortar de raíz estas creencias sin conseguirlo y eso era motivo para que cada vez estuviera más enfurecida.
Y no se crea que solo pagaban tributo y eran causa de persecución las gentes indoctas y vulgares, pues prescindiendo de que la creencia de los antiguos tocante a la aparición de los espectros y al fatídico agüero de los más naturales fenómenos astronómicos era un hecho general en la Edad Media, no faltan ordenaciones pontificias que graduaban las penas impuestas a los reos, a veces encarcelados sin el más mínimo motivo y acusados de abominables delitos según su condición y categoría social o eclesiástica.
Y no se crea que solo pagaban tributo y eran causa de persecución las gentes indoctas y vulgares, pues prescindiendo de que la creencia de los antiguos tocante a la aparición de los espectros y al fatídico agüero de los más naturales fenómenos astronómicos era un hecho general en la Edad Media, no faltan ordenaciones pontificias que graduaban las penas impuestas a los reos, a veces encarcelados sin el más mínimo motivo y acusados de abominables delitos según su condición y categoría social o eclesiástica.
Se decía que satanás había heredado todo el poder y todo el prestigio de las deidades clásicas; pero por ser espíritu rebelde y maldito, no podía ser adorado a la luz del día: era una entidad misteriosa, una escondida majestad, como príncipe de las tinieblas; un poder de contrabando que solo podía ejercer el mal burlando la vigilancia de las autoridades eclesiásticas y seculares.
Si aún hoy, en el siglo democrático y despreocupado por excelencia, en el siglo de la informática y de los grandes adelantos científicos, se notan en muchas comarcas de Europa vestigios evidentes de las creencias y los ritos del Paganismo, ¿cómo extrañar que en la Edad Media subsistiesen el espíritu y algunas prácticas del politeísmo clásico y de las religiones del Norte en medio de las rudas poblaciones que hablan abrazado el Cristianismo sin poseer el discernimiento necesario para apreciar su naturaleza y las consecuencias que de él derivan?
Si aún hoy, en el siglo democrático y despreocupado por excelencia, en el siglo de la informática y de los grandes adelantos científicos, se notan en muchas comarcas de Europa vestigios evidentes de las creencias y los ritos del Paganismo, ¿cómo extrañar que en la Edad Media subsistiesen el espíritu y algunas prácticas del politeísmo clásico y de las religiones del Norte en medio de las rudas poblaciones que hablan abrazado el Cristianismo sin poseer el discernimiento necesario para apreciar su naturaleza y las consecuencias que de él derivan?
Se conservaba las creencias en las hadas, los elfos y otros genios de las creencias populares y lo que nos cuentan los libros de caballerías de los druidas y los bardos trasformados en encantadores con arreglo a las tradiciones de los celtas, nunca ha podido la iglesia católica erradicar en su totalidad las creencias naturales y mágicas de la antigüedad por mucho que lo ha intentado.
En el siglo XVII, Dante pintaba en el canto XX de su infierno a los adivinos mirando hacia atrás, en castigo de haber querido ver con demasiada anticipación las cosas y dice que, como se compadeciese de ellos, reprendióle Virgilio exclamando que no podía haber mayor perversidad que la de aquellos que miraban apasionadamente y no con sumisión piadosa los decretos del Altísimo.
En estos siglos y en los siguientes, redoblaron los rigores de la Iglesia contra las "abominaciones" de las ciencias ocultas de una manera que demuestra bien a las claras la ineficacia de su poder para desterrar de la conciencia colectiva los orígenes de la magia natural, que es sin duda el principio más puro, la primera religión y la fuente de todas las creencias.
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