Catalina de Médici, aun cuando venía a la Ciudad Luz desde la cuna del escéptico Renacimiento, es decir desde Florencia, era, como muchas damas de su tiempo, creyente y docta al mismo tiempo en cosas de astrología, de signos premonitorios y de predicciones.
No es de extrañar pues, que haya tenido a Nostradamus en gran estimación. Además, también su esposo, Enrique II de Francia, aunque menos inclinado a creer en los misterios del ocultismo y de la creatividad, había quedado impresionado por todo lo que se decía del famoso médico.
Enrique conocía la cuarteta que lleva el Nº 35 en la Primera Centuria, comprendida en el Libro que Nostradamus le había dedicado, y en el cual se predecía que el rey perdería un ojo, dentro de una jaula de oro, y que por eso moriría de una muerte espantosa; escéptico o crédulo, el rey había quedado preocupado por esa profecía, con tanta mayor razón por cuanto, algunos años antes, otro vidente, Lucas Gauric le había aconsejado evitar cualquier torneo de duelo, especialmente al cumplir cuarenta y un años de edad.
Por esta razón, perplejo e inquieto quiso conocer a Nostradamus; y, como también la reina ardía en deseos de hablar con el famoso clarividente, Claudio de Saboya, gobernador de la Provenza, recibió el encargo de preparar una visita de Nostradamus a la capital de Francia.
Tenía Catalina entonces tres hijos varones, que constituían su mayor ambición y su gran orgullo; y deseaba, a cualquier precio, saber lo que el destino les reservaba a ellos y a sí misma, interrogando personalmente a Nostractamus.
Se acordó pues que el vidente, que tenía entonces cincuenta y tres años de edad, utilizaría los caballos de la comitiva real, teniendo en cuenta que era un personaje de gran distinción y saber, y que viajaba por invitación del monarca.
Así se hizo, y Nostradamus llegó a París, al cabo de un mes de viaje, por cierto no muy cómodo, exactamente el 15 de agosto de 1556.
Acababa Nostradamus de poner pie en el albergue de San Miguel, cerca de la catedral de Notre Dame, cuando llegó al Condestable de Francia, para anunciarle que el rey y la reina le esperaban con gran impaciencia.
Está demás decir que el vidente fue en seguida al Louvre, donde se había dado cita toda la Corte, damas, gentiles hombres y pajes, para ver al gran sabio. Pero los soberanos no permitieron que nadie lo entretuviera, y dieron orden de que fuera llevado inmediatamente a la reales habitaciones.
Sobre todas las cosas que los soberanos deseaban saber, estaba, lo repetimos, el destino reservado a sus tres hijos. Nostradamus fue llevado a Blois, donde los pequeños príncipes gozaban de la vida campestre; allí los vio, jugó con ellos sin intimidarlos, y, de vuelta en la Ciudad Luz, comunicó a los cónyuges reales los graves peligros que amenazaban a los tres niños. Agregó, sin embargo, que cada uno de ellos habría ocupado un trono.
Por esta razón, perplejo e inquieto quiso conocer a Nostradamus; y, como también la reina ardía en deseos de hablar con el famoso clarividente, Claudio de Saboya, gobernador de la Provenza, recibió el encargo de preparar una visita de Nostradamus a la capital de Francia.
Tenía Catalina entonces tres hijos varones, que constituían su mayor ambición y su gran orgullo; y deseaba, a cualquier precio, saber lo que el destino les reservaba a ellos y a sí misma, interrogando personalmente a Nostractamus.
Se acordó pues que el vidente, que tenía entonces cincuenta y tres años de edad, utilizaría los caballos de la comitiva real, teniendo en cuenta que era un personaje de gran distinción y saber, y que viajaba por invitación del monarca.
Así se hizo, y Nostradamus llegó a París, al cabo de un mes de viaje, por cierto no muy cómodo, exactamente el 15 de agosto de 1556.
Acababa Nostradamus de poner pie en el albergue de San Miguel, cerca de la catedral de Notre Dame, cuando llegó al Condestable de Francia, para anunciarle que el rey y la reina le esperaban con gran impaciencia.
Está demás decir que el vidente fue en seguida al Louvre, donde se había dado cita toda la Corte, damas, gentiles hombres y pajes, para ver al gran sabio. Pero los soberanos no permitieron que nadie lo entretuviera, y dieron orden de que fuera llevado inmediatamente a la reales habitaciones.
Sobre todas las cosas que los soberanos deseaban saber, estaba, lo repetimos, el destino reservado a sus tres hijos. Nostradamus fue llevado a Blois, donde los pequeños príncipes gozaban de la vida campestre; allí los vio, jugó con ellos sin intimidarlos, y, de vuelta en la Ciudad Luz, comunicó a los cónyuges reales los graves peligros que amenazaban a los tres niños. Agregó, sin embargo, que cada uno de ellos habría ocupado un trono.
La ambiciosa Catalina, quien, sin duda, soñaba ver a sus hijos ceñir las coronas más preciadas y poderosas de Europa, no entendió que la profecía pudiera significar, como realmente indicaba, que uno tras otro los hijos habrían de morir, dejando en herencia el trono de Francia al más cercano por orden de edad.
Fatalmente, lo que Nostradamus predijera, se cumplió. Durante su breve estadía en París, el vidente estuvo literalmente sitiado por príncipes y cortesanos, que lo colmaron de regalos y cortesías, con la esperanza de conseguir del mismo algún pronóstico acerca de su porvenir.
El célebre poeta Ronsard lo festejó en unos versos muy conocidos, apostrofando a los incrédulos de esta manera:
"Os burláis de los profetas enviados por Dios y por El elegidos entre vuestros propios hijos. ¡Los invitáis a vuestras reuniones para saber las desventuras que os están reservadas y, luego, os reís!"
No faltaba, en efecto, quienes se reían del vidente, burlándose de su sabiduría, pues tal era la característica del Renacimiento, escéptico y descreído.
No faltaba, en efecto, quienes se reían del vidente, burlándose de su sabiduría, pues tal era la característica del Renacimiento, escéptico y descreído.
Se recuerda a este respecto, que otro poeta, Jodelle, escribió contra el vidente de Salón y sus colegas un dístico en latín, fundado especialmente sobre un juego de palabras:
Nostra damus cum falsa damus, nam fallere (rostrum est.) Et cum falsa damus, nil nisi nostra damus.
Lo que quiere decir:
Danos algo nuestro al mentir; porque nuestro oficio es engañar; y cuando damos falsedades, no damos otra cosa que lo nuestro.
El perro extraviado
Sea como fuera, la fama de Nostradamus fue constantemente en aumento; y se le consultaba, prácticamente, en todas las circunstancias. Por ejemplo, una vez un paje del rey, perteneciente a la noble familia de Beauveau, había perdido un perro de gran valor y, con la despreocupada indiscreción e ingenuidad propia de los jovenzuelos, llegó, tarde en la noche, a golpear a la puerta del vidente, para saber del mismo, dónde hubiera podido dar con el animal.
El perro extraviado
Sea como fuera, la fama de Nostradamus fue constantemente en aumento; y se le consultaba, prácticamente, en todas las circunstancias. Por ejemplo, una vez un paje del rey, perteneciente a la noble familia de Beauveau, había perdido un perro de gran valor y, con la despreocupada indiscreción e ingenuidad propia de los jovenzuelos, llegó, tarde en la noche, a golpear a la puerta del vidente, para saber del mismo, dónde hubiera podido dar con el animal.
Nostradamus se acercó a la puerta, y desde el interior, sin abrir, antes todavía de que el visitante nocturno le dijera lo que venía a pedirle, le gritó:
—¿Qué quieres, tú, paje del Rey? ¡Cuánto ruido por un perro extraviado! Corre el camino que conduce a Orleans y lo hallarás, llevado con la trailla.
Pasmado y satisfecho la mismo tiempo, el paje corrió al camino indicado, y, en efecto, vio venir a su encuentro a un sirviente, que traía al perro atado a la trailla...
Episodios de esta naturaleza —y ellos fueron muy numerosos— no hacían más que aumentar la ya enorme celebridad de Nostradamus en esa época. Pero, después de su muerte, los estudiosos se han interesado especialmente por sus predicciones, desde un punto de vista mucho más serio. Y lo han seguido haciendo durante casi cuatro siglos. Y no puede afirmarse que estos estudiosos sean unos recién llegados hombres sin antecedentes que hayan querido ligar su nombre a la fama del gran vidente: entre ellos están novelistas como Víctor Hugo y Alejandro Dumas y sabios como Ernesto Renán.
Hasta hoy no han sido explicadas, o, mejor dicho, interpretadas, todavía todas las cuartetas proféticas (aproximadamente un millar) que nos dejara Nostradamus en sus diez Centurias. De las interpretadas, además, muy pocas son ciertamente las que podamos citar aquí, por la naturaleza de este ensayo, y lo haremos solamente como para ofrecer algunos ejemplos. Miles de páginas serían insuficientes para pasar reseña únicamente a todas las predicciones del vidente de Salón, que han tenido cumplimiento.
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