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LA FE EN LA CURACIÓN Y EL EFECTO PLACEBO


Todos los que en alguna ocasión hayamos experimentado el efecto placebo sabemos que tiene un papel que desempeñar en la indagación de la conexión entre mente y cuerpo.
 
Se trata de que algunas personas que, por razones que todavía desconocemos o que solamente estamos empezando a entender, mejoran, se curan rápidamente o experimentan un inmediato alivio del dolor que padecían después de tomar un placebo, que es simplemente una sustancia inerte o un procedimiento simulado, sin ninguna propiedad que le permitan funcionar como agente curativo.
 
En algunas ocasiones el resultado que se obtiene es negativo: hay quienes sufren efectos secundarios no solo graves, sino también desagradables. En esos casos o situaciones, a la sustancia o procedimiento que desencadena los efectos secundarios no se la llama «placebo», que significa «complacer», sino «nocebo».
 
Tanto con los placebos como con los nocebos, lo que en última instancia provoca el resultado son las expectativas generadas por la sustancia o por el procedimiento.
 
En ocasiones, el efecto puede ser inducido simplemente por las palabras o por la actitud de un médico, un sanador o de otra figura de autoridad.
 


Igual que el fenómeno de la remisión espontánea, el efecto placebo ha sido tratado muy injustamente por la profesión médica, pero a diferencia de las remisiones, y aunque sea en forma indirecta, los placebos han sido objeto de estudio durante muchos años. Se ha hecho necesarios estudiarlos porque generalmente las pruebas clínicas a que son sometidos los fármacos durante su fase experimental tienen que demostrar inequívocamente que el fármaco que se estudia tiene un efecto mayor que el de los placebos. En términos generales, un tercio o más de las personas tratadas con placebos experimentan resultados positivos, de modo que si se comprueba que sólo un tercio de los sujetos participantes en las pruebas realizadas con una medicación determinada mejoran con ella, se considera generalmente que no es mejor que un placebo.

En los programas de atención alternativa del cáncer hay algo comparable al efecto placebo, a lo que yo llamo «efecto de la sala de espera». Aproximadamente un 10 por ciento de las personas que participan en esos programas se ponen bien, y muchas más mejoran, por razones que no entiende nadie que forme parte de la comunidad médica. Sin embargo, yo estoy segura de que eso se debe a todas las esperanzas que se expresan en la sala de espera. Cuando hay una intensa creencia en el valor de la terapia, puede entrar en funcionamiento el poder de sugestión, que causa un cambio fundamental en el medio interno del cuerpo. Por lo tanto, es probable que una terapia alternativa con una tasa de éxitos del 10 al 20 por ciento no tenga ningún valor terapéutico intrínseco. Los sentimientos son químicos, y pueden matar o curar.
 
Si bien los placebos pueden ser útiles, porque en tanto que símbolos de esperanza movilizan expectativas, la reputación del médico, su formación, su  fe en los pacientes y su propia esperanza también tienen un valor simbólico, del que pueden valerse para orientar a los pacientes hacia la salud.
 
Cuando algunos de ellos mejoran a pesar de las probabilidades adversas, se podría decir que los han conducido engañosamente hacia la salud. Pero no veo que eso sea un crimen. Se deben usar siempre todos los instrumentos o métodos disponibles, porque toda curación es científica.
 
A quienes acusen de ofrecer falsas esperanzas, la respuesta sería que no hay esperanza falsa (sólo la no esperanza es falsa), porque no conocemos el futuro de un individuo.
 
Cualquier cosa que ofrezca esperanza tiene la potencialidad de curar, y eso incluye ideas, sugerencias, símbolos y placebos.
 
Muchos siguen pensando que los placebos pueden venir muy bien para los problemas «psicosomáticos», pero no para alguien que tenga el sida, cáncer, esclerosis múltiple o una afección cardíaca. Es interesante que hayamos mantenido durante tanto tiempo este punto de vista, a pesar de los innumerables estudios que demuestran que los placebos pueden aliviar problemas que incluyen, según la enumeración del psicólogo Robert Ornstein y el doctor David Sobel, «el dolor de las heridas en el postoperatorio, el mareo, los dolores de cabeza, la tos, la ansiedad y otros trastornos nerviosos, la hipertensión sanguínea, las anginas, la depresión, el acné, el asma, la fiebre del heno, los resfriados, el insomnio, la artritis, las úlceras, la acidez gástrica, las migrañas, el estreñimiento, la obesidad, el recuento sanguíneo, los niveles de lipoproteínas, y algunos más».
 
Como expresan Ornstein y Sobel: «Si de pronto se descubriera un tratamiento así, creeríamos haber encontrado un nuevo fármaco milagroso comparable a la penicilina. Además, parece que ningún sistema del cuerpo fuese inmune a su efecto.» Ahora bien, ¿cómo actúa el efecto placebo?
 
Como por definición un placebo es una sustancia o un procedimiento sin ningún poder real para efectuar un cambio en el estado de un paciente, lo que de ello se infiere es que cualquier cambio que efectivamente resulte debe producirse por mediación de la mente. Dicho de otra manera, el efecto placebo sólo se puede entender si reconocemos la unidad de mente y cuerpo.
 
Debemos admitir, como lo expresa un texto científico, que «las respuestas producidas por placebos no son misteriosas ni desdeñables, y en última instancia los procesos psicológicos y psicofisiológicos operan siguiendo vías anatómicas comunes.» Las «vías anatómicas comunes» son la expresión tangible de la unidad cuerpo-mente. Un ejemplo espectacular de esta conexión es el de una mujer, una filipina, a quien en 1977, después de no haber logrado nada con la medicina occidental, un sanador nativo curó de una enfermedad grave.
 
 
La mujer, que padecía un lupus eritematoso sistémico (un trastorno del sistema inmunitario del cuerpo, que ataca a sus propios órganos sanos), tras rechazar las sugerencias de su médico, que le aconsejaba someterse a un tratamiento más agresivo, así como sus advertencias de que podía morirse si interrumpía la administración de cortisona, se volvió a su pueblo de origen en las Filipinas. En el término de tres semanas estaba otra vez en los Estados Unidos, desenganchada de la cortisona, totalmente libre de síntomas y con las funciones hepática y renal normalizadas, según el informe del médico que la trataba, quien unos cuatro años después (época para la cual la mujer había tenido, además, un embarazo normal y dado a luz un niño sano) publicó en JAMA los hechos referentes a su caso.
 
¿A qué atribuía ella su cura milagrosa? ¡A que un sanador de su país la había liberado de una maldición que le habían echado!
 
Lo que a mí me interesa es el hecho de que una prestigiosa publicación médica opte por presentar un caso sobre el poder de sanar de un médico brujo, en tanto que otra, el New England Journal of Medicine, decide dedicar su editorial a negar el poder de sanar de la risa, y según me han dicho, ambas se han negado a publicar un artículo del doctor Randy Byrd sobre la eficacia de la oración. En cuanto a mí, pienso que debemos estar atentos a todas las formas de sanar, porque todas son científicas.
 
He tenido noticias de otras varias recuperaciones milagrosas de pacientes de lupus, entre ellas una sobre la cual publicó un trabajo el doctor Charles A. Janeway, quien cuenta que su paciente «se curó al dedicar un año a descargar sobre él (el médico) toda la hostilidad profundamente sumergida y oculta que albergaba hacia su propio padre.»
 
El hecho es que en todos los relatos que yo he oído sobre recuperaciones de lupus está en juego un enfrentamiento con la autoridad: la paciente del doctor Janeway se valió de él como de un sustituto para enfrentarse con su padre; la filipina, al recurrir a su sanador nativo, se enfrentó con su médico; y sé de otro caso, una enfermera, que se sentía tan mal que se enfrentó a Dios con el ultimátum de llevársela esa misma noche o sanarla (y a la mañana siguiente se despertó bien).
 
Cuanto más nos enseñan historias como éstas sobre la unidad de la mente y el cuerpo, más difícil se hace considerarlos por separado. A menudo, lo que hay en la mente es al pie de la letra (es decir, anatómicamente) lo que hay en el cuerpo: el vínculo son los péptidos, moléculas mensajeras que fabrican el cerebro y el sistema inmunitario. En el cuerpo se conocen aproximadamente sesenta clases de péptidos, entre ellas algunas que quizás conozcas de nombre, como las endorfinas, las interleuquinas y el interferón. Estas sustancias dan a los sentimientos una dimensión química y hacen efectivo el vínculo entre psique y soma.
 
De las endorfinas, por ejemplo, se piensa actualmente que explican el efecto placebo. Parece que el alivio del dolor que se consigna en tantos estudios se puede explicar fisiológicamente por el hecho de que las expectativas psicológicas positivas generadas por la administración del placebo provocan un aumento en la producción de endorfinas, que son calmantes. De modo que el alivio del dolor se da realmente "en la mente", porque es allí donde están las endorfinas.
 
Lo que me interesa más de todo esto es la cuestión de cómo podemos eliminar el placebo para ir directamente a la fuente del sistema mental de “sanación". ¿Cómo podemos acceder directamente a ella?
 
Hacerlo es posible. En un ensayo que tituló «El misterioso placebo», Norman Cousins explica cómo actúa... y él lo sabe por experiencia personal:
 
"Es dudoso que el placebo [...] pudiera conseguir mucho sin una fuerte voluntad de vivir en el paciente. Porque la voluntad de vivir [...I capacita al cuerpo para dar lo mejor de sí ..."
 
El placebo es, pues, un emisario entre la voluntad de vivir y el cuerpo. Pero el emisario no es imprescindible. Si podemos liberarnos de lo tangible, podemos conectar directamente la esperanza y la voluntad de vivir con la capacidad del cuerpo para afrontar retos y amenazas enormes.
 
 


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